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PATO

por Susy Pint
Arte: Susy Pint

[drawing: Korean duck in Korean pool - S. Pint]

Fue una de aquellas mañanas veraniegas, cuando el calor y la humedad se convierten en algo de verdad molesto en esa parte del mundo. Siendo sábado, nos habíamos levantado tarde, es decir cuando esos elementos se resienten todavía más. Y después de desayunar, mi esposo, John, y yo nos encaminamos a Shin-chon Sichang, el mercado más grande en el suroeste de Seúl, capital de Corea del Sur. Los puestos de frutas y verduras afuera del edificio principal hervían de gente yendo y viniendo; muchas de las mujeres luciendo sus coloridos vestidos típicos, largos y bombachos. Los propietarios de los puestos no se daban abasto para atender a los clientes que se amontonaban y, ayudándose con los codos, luchaban por adelantarse al que estaba en frente.

-"¡Yo quiero un kilo de cebollas y uno de nabos!", gritaba una señora por aquí.

-"¡Yo llegué antes que ella y quiero un kilo de ajos... y ahorita mismo!", gritaba otra más allá.

-"¡Tome el dinero de estos cinco repollos!", vociferaba alguien más.

A pesar de que se caminaba por debajo de las mantas de los puestos --que servían de techo general-- la gente sudaba a chorros al aumentar aún más la temperatura a causa de la misma concentración humana. A los olores de las frutas, verduras y frituras que algunas personas vendían a lo largo de los pasillos se mezclaba el de los transeúntes, en cuya transpiración resaltaba un fuerte olor a ajo, elemento básico en la dieta coreana. Y al ruido de las voces, que era como un murmullo constante, se agregaban las voces de los vendedores ambulantes.

-"¡Muuuuu! ¡Muuuuu!", gritaba el vendedor de nabos con todas sus fuerzas.

-"¡Bon-bon! ¡Bon-bon!", se escuchaba el vendedor de gusanos de seda hervidos en agua con sal, mientras se dejaba oír también el click-click de las tijeras del afilador.

-"Limitémonos a comprar sólo lo necesario", dijo John, molesto.

Era la primera salida "en serio" que hacía yo al mercado, al terminar mi calvario de varias semanas de reposo luego de la caída en la bañera que me causó la rotura de tres costillas. Normalmente hacíamos la compra semanal en cualquier otro día que no fuese sábado o domingo pero, dadas las circunstancias, nos habíamos visto obligados a ir exactamente en uno de esos días cuando realmente es mejor dedicarse a actividades no relacionadas con la casa. Obviamente pues, a mí también me alegró la idea de limitarnos a comprar sólo lo necesario.

Al final de los pasillos, es decir ya casi en la calle, se veían algunos puestos tirados en los cuales se vendían productos en cantidades pequeñas: aquí, algunas ramitas de medicina china; allí, algunas semillas de cebada o ajonjolí. Y entre esos puestos, sentada también en cuclillas, se encontraba una señora con una caja de madera dentro de la cual se escuchaba el piar de algunos pollitos y patitos. Sí, ya queríamos regresar a casa, pero no pudimos resistir y nos detuvimos a contemplarlos aunque fuese sólo un ratito.

- "¡Oh... mira ese! ¡Y ese...!" me decía a mí misma a la vez que sentía en mí el impulso de tomarlos a todos en mis manos para sentir la suavidad de su plumón.

Puse las bolsas del mandado en el suelo y pedí permiso a la señora para tomar por un momento a uno de ellos y ella, con una sonrisa --cosa no muy común en los coreanos-- y al mismo tiempo con un destello de amabilidad en sus rasgados ojos, asintió. Tomé entonces un patito... ¡Qué hermoso y qué delicado era!

-"¿Qué tal si nos llevamos este precioso patito, John?", le pregunté.

El tomó otro y me contestó con otra pregunta:

- "¿Y qué tal si nos llevamos... estos dos?".

Efectivamente, a nuestras bolsas casi repletas, agregamos otra --pequeña, afortunadamente-- de papel, con nuestras dos adquisiciones. El camino a casa nos pareció largo. ¡Ya queríamos llegar y poner de nuevo a los patitos en nuestras manos!

Los días transcurrieron en una especie de éxtasis poniendo la comida en su piquito o escuchando por la noche su suave piar a un lado de nuestro ío. Y era tanto nuestro gozo que no vino a nuestra mente buscarles un nombre. Eran "los patitos" y nada más.

Los patitos eran tan pequeños que cabían fácilmente en el bolsillo de la camisa de John. Y, claro, en cuanto los ponía ahí, de inmediato se ponían plácidamente a dormir.

Una mañana, grande fue nuestra desilusión cuando, al mirar dentro de su caja, encontramos muerto a uno de ellos. Y nuestra pena aumentó cuando, resintiendo la tragedia, el otro había decidido que tampoco él quería vivir.

Tan pequeñito como era, nos proporcionaba un trabajo extraordinario forzar la comida en su piquito. Para colmo, en una de esas mismas ocasiones, durante uno de sus actos de malabarismo, saltó de tal manera que cayó al suelo. Y a pesar de que la distancia no había sido de más de un medio metro, se rompió una patita, lo cual por supuesto, aumentó nuestro trabajo en favor de su supervivencia.

Había retomado ya mis cursos de español en la universidad por la noche así como mi trabajo matutino en una estación de radio, haciendo traducciones de inglés a español y, claro, el patito iba siempre conmigo en una cajita. En este último lugar, sobre todo al principio, me resultó bastante penoso imponer a mis compañeros de trabajo el constante piar de mi patito pero, afortunadamente, conté siempre con su comprensión.

Finalmente, el patito aceptó continuar viviendo y, así, comenzó a crecer, convirtiéndose su plumón en hermosas plumas blancas. Y, ya con un nombre: Pato, formó verdaderamente parte de nuestra vida, incluso de nuestras aventuras dentro y fuera de Seúl viajando cómodamente a mi espalda, dentro de una mochila que John había acondicionado para él, de manera que pudiese, por ejemplo, sacar la cabeza y respirar normalmente o... simplemente, para gozar del paisaje ¿por qué no?.

Muchas veces lo llevamos a un estanque en las montañas cerca de Seúl y en algunos momentos lo sacaba de la mochila y lo ponía en el suelo, y él me seguía casi pegado a mis piernas, pues ¡no lo fuera a abandonar! Cuando llegábamos al estanque, lo ponía en el agua para que no olvidase que era un pato; aunque como ya no estaba muy seguro de lo que era, prefería quedarse muy cerca de la orilla. Y si me alejaba, salía del agua batiendo las alas frenéticamente tratando de seguirme, pero si John se quedaba con él, entonces no había problema. Siempre con la desconfianza, sin embargo, miraba una vez al agua y otra vez a John, perdiéndose así de deliciosos manjares, como los mosquitos que pasaban delante de su pico o tantos de aquellos bichitos acuáticos.

¿Y, que si le gustaba nadar? Sí, pero jamás lejos de la orilla. Algunas veces quisimos forzarlo a nadar una buena distancia. Por ejemplo, estando cerca de algún río, John lo tomaba y lo lanzaba lo más lejos que fuese posible pero él, en pleno vuelo, se daba la vuelta y, más corriendo sobre la superficie del agua que nadando, regresaba a nosotros, como siempre, aleteando desesperadamente. En una de esas ocasiones John se metió al agua recostado en un colchón inflable que llevábamos y se alejó río adentro. Para sorpresa nuestra, Pato se armó de valor y comenzó a seguirlo. ¡Nos parecía increíble verlo actuar, por fin, como un verdadero pato en su elemento! Pero, ¡oh, desilusión!: de pronto, recordó que "algo andaba mal" y saltó al colchón. Y aunque John intentó devolverlo al agua una y otra vez, él simplemente, rehusó. "¿Qué te pasa, padre? ¿te has vuelto loco, o qué?... ¡cuidado, que me mojo!", parecía reprocharle mientras aleteaba, pataleaba y graznaba angustiado, luchando por subirse de nuevo al colchón. A pesar de todo, la escena de John con Pato a un lado y algunas veces incluso encima de él, era verdaderamente enternecedora. [drawing: Korean duck in Korean tub - S. Pint]

Todos los cuentos que habíamos escuchado sobre la inteligencia de este tipo de animales resultaron un mito ridículo con Pato. Cualidades como diferenciar a sus seres queridos de otros humanos siempre fue evidente en él. En cuanto a su preferencia por papá o mamá, prefería a mamá, aunque no estando yo, era feliz con John. Lo que eso sí, nunca llegó a aceptar, fue el hecho de que él, físicamente, no fuese como nosotros: si lo poníamos frente a un espejo se horrorizaba sobremanera y si lo presentábamos con algún otro pato nos miraba como preguntando "¿Y yo que tengo que ver con esa horrible cosa?", y de inmediato buscaba nuestra protección.

Como Corea del Sur es un país muy pequeño, una de nuestras actividades favoritas del fin de semana era tomar un autobús... a donde quiera que fuese. (Muchas veces, incluso, ignorando el anuncio que indicaba el destino del autobús). Y, claro, la compañía de Pato nunca faltó. Si se trataba de que llevásemos la tienda de campaña Pato dormía adentro con nosotros; y si se trataba de llegar a algún pueblo o ciudad, los dueños del hotel nunca supieron que además de nosotros dos había en la misma habitación un huésped emplumado que dormía en la bañera o a un lado de nuestro ío. Lo único que nunca nos gustó fue explicar una y otra vez a los curiosos pasajeros que el pato que estaba en la mochila no era nuestra cena. ¡La idea de un pato como mascota nunca les cupo en la cabeza!

Un día, decidimos que, finalmente, daríamos a Pato la hermosa oportunidad de que practicase otra de las habilidades con las que cuentan las aves (ya que nadar había resultado más o menos un fracaso): volar. Como vivíamos en el segundo piso de una casa, John subía a la azotea con él en los brazos, mientras yo esperaba abajo con un colchón y una cubeta. Convencidos de que esa era la mejor manera de que aprendiese a utilizar las alas como es debido, John lo dejaba caer y él bajaba, pico abajo, como pelícano en plena acción de caza, sin saber qué hacer con las alas. Cuando presentía que estaba cerca del suelo, estiraba las patas como para meter freno y abría las alas como si fuese un avión. Y fueron varias las ocasiones... Pato sube a la azotea en la cubeta... Pato aterriza en el colchón, y las lecciones ¡continuaban sin producir frutos! Una de esas tardes, en medio de lo que sería la última lección, llegó nuestra amiga Arleen Wood a visitarnos y, cuando vio en lo que estábamos, muy amablemente nos explicó que esa especie de patos... --¡ejem!--... no vuela. (¡Ah, que si Pato hubiese podido hablar...!).

Tristemente, el día llegó cuando debíamos dejar Corea... y ahí, tendríamos también que dejar a Pato. Cuando el tiempo de partir se acercó, pusimos unos anuncios solicitando "una nueva familia para nuestra mascota". Al día siguiente el teléfono sonó.

-"Me interesa su pato", dijo una voz masculina, "¿pero, puedo saber qué edad tiene y cuánto pesa?".

Sorprendida por sus preguntas, no supe qué contestar, pero de pronto recordé que en la comunidad de extranjeros de habla inglesa se hablaba de la fiesta de Acción de Gracias. El interés de esa persona resultó entonces obvio: meter a Pato al horno, lo cual nos hizo desear con todo nuestro corazón encontrar a alguien con mejores intenciones.

Algunos días más tarde, la maestra de una escuela infantil nos llamó para proponernos agregar un nuevo miembro al zoológico de la misma escuela y, por supuesto, esa idea nos encantó.

Un día antes de salir del país puse a Pato en una enorme caja y lo llevé a la escuela. Cuando entré al salón de clase, al darse cuenta los niños de que en la caja estaba el nuevo "patito" para su zoológico, la clase se detuvo, pues todos querían verlo. Y cuando abrí la caja y de ella surgió un gran cuello y al frente de él una gran cabeza con grandes ojos llenos de curiosidad y con un gran pico del que salieron unos graznidos que eran más como claxonazos de algún viejo coche con carraspera, los niños lanzaron un grito de sorpresa.

Encantados, todos pedían pasar a acariciarlo y él, ufano, se los permitía.

Cuando la maestra reclamó orden de nuevo, tomé la caja y fui con ella al frente del salón. Ahí, expliqué a los niños la historia de mi Pato; y luego de una firme promesa por parte de ellos, de cuidarlo y quererlo como yo lo había hecho, me despedí de Pato y salí de prisa, con la garganta echa nudo. Pato entendió entonces la verdadera razón de la visita a la escuela y, desesperado, derribó la caja y corrió aleteando detrás de mí, llamándome con fuertes graznidos. Yo sentí el impulso de regresar y abrazarlo y prometerle que nunca lo abandonaría, pero entendiendo que hacer algo así empeoraría tanto su situación como la mía, aceleré la carrera y, de golpe, cerré la puerta. Los graznidos de Pato, suplicándome que volviese, pronto se perdieron en la desesperación de mi llanto.

En el autobús de regreso a casa, de pronto una gran verdad se presentó ante mí: el corazón que latía en la historia de mi pato estaba impregnado de egoísmo, de ingenuidad y de ignorancia. De egoísmo, porque cuando adquirimos esa criatura en el mercado, pensamos en nosotros y nunca en él; pensamos en las alegrías que nos proporcionaría pero jamás consideramos el hecho de que un día dejaríamos Corea y que con ello le causaríamos una pena muy grande. De ingenuidad, porque no hubo realmente maldad en nosotros pero también era una historia de ignorancia porque, hasta ese momento, ignoraba la importancia que pueden tener los sentimientos de un animal. (¿Quién nos da el derecho de pensar que sólo el amor humano tiene un valor?). Como bellamente lo explica Antoine d'Exupery en El Principito, un animal nos adopta y no nosotros a él. Cuando pensamos en adquirir una mascota, es necesario hacer una toma de conciencia sobre lo que el hecho significará: un compromiso de cariño, sí, pero también un compromiso de responsabilidad. Si creemos que, por ser humanos, somos más importantes que los animales, con nuestra actitud altanera cerramos las puertas a la verdad que existe en el hecho de que en nuestro todavía bello planeta, el destino no sólo de los animales sino también el de los humanos --como ellos nos lo demuestran-- es formar parte de la naturaleza, de su misma esencia. Y aunque, muy por desgracia, ese no es el caso, la verdad también es que podría llegar a serlo.

© 2000, Susana Ibarra de Pint - All rights reserved

Ve nuestro libro  OUTDOORS IN WESTERN MEXICO  por John and Susy Pint

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